Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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hay entre aquel desventurado y...
--Y él; lo sé.
--Pues bien, el primer uso de Marchiali ha hecho de su libertad ha sido para sostener... A ver si adivináis
qué.
--¿Cómo queréis que yo adivine?
--Para sostener que él era el rey de Francia.
--¡Infeliz!
--Para vestirse igual que el rey y constituirse en usurpador.
--¡Válgame Dios!
--Por eso os lo traigo otra vez. Está loco, y hace ver su locura a todo el mundo.
--¿Qué hacer, pues?
--No dejéis que comunique con persona alguna, porque ahora que su locura ha llegado a oídos del rey,
que se había compadecido de su desventura, y se ha visto pagado con tan negra ingratitud, aquél está hecho
una furia. Os encargo, pues, que no olvidéis que ahora lo van a pagar con la vida cuantos dejen comunicar a
marchiali con otros que conmigo o con el mismo rey. Os va la vida en ello, ¿oís?
--Sí, lo oigo, ¡voto a...!
Ahora bajad, y conducid de nuevo a Marchiali al su calabozo, a menos que prefiráis que suba aquí.
--¿Para qué?
--Más vale encerrarlo en seguida, ¿no es verdad?
--¡Ya lo creo!
--Pues andando.
Baisemeaux mandó tocar redoble y sonar la campana para advertir que todo dios se recogiese a su cuarto
a fin de evitar su encuentro con un preso misterioso. Libres ya todos los pasillos, el gobernador bajo para
hacerse cargo del preso, a quien Porthos, fiel a la consigna, continuaba teniéndole apuntado el mosquete.
--¡Ah! ¿estáis otra vez aquí, desventurado? --exclamó Baisemeaux al ver al rey. --Está bien, está bien.
Y haciendo apear inmediatamente a Luis XIV, en compañía de Porthos, que no se había quitado el anti-
faz, y de Aramis, que se puso nuevamente el suyo, le condujo a la segunda Bertaudiere, y le abrió la puerta
del calabozo en que por espacio de diez años había gemido Felipe.
El rey, pálido y huraño, entró en el calabozo sin despegar los labios.
Baisemeaux cerró por sí mismo la puerta con dos vueltas de llave, y dijo a Aramis:
--Verdaderamente se parece al rey, pero no tanto como vos ponderáis.
--¿De modo que no os dejaríais engañar por la sustitución? -- repuso Herblay.
--Si, a mí con esas.
--No tenéis precio, mi buen amigo. Vamos, ahora soltad a Seldón.
--Es verdad, se me había olvidado.
--¡Bah! lo soltaréis mañana.
--¿Mañana? No, monseñor, ahora mismo. Dios me libre de esperar un segundo.
--Pues adonde os llama vuestra obligación, y yo a la mía. ¿Habéis comprendido?
--¿Qué?
--Que sólo puede entrar en el calabozo de Marchiali la persona que venga provista de una orden del rey,
y esa orden la traeré yo mismo.
--Corriente, monseñor, Guárdeos Dios.
--Vamos, Porthos, --dijo Aramis, --a Vaux, y a escape.
--Nunca se encuentra uno más ágil que cuando ha servido al rey, y, al servirlo, ha salvado al su patria, -
-repuso el gigante. -- Además, como la carroza lleva menos peso... Partamos, partamos.
Y la carroza, libre de un peso que, en efecto, podía parecer carga muy pesada a Aramis, atravesó el puen-
te levadizo de la Bastilla, que volvió a levantarse inmediatamente tras aquélla.

UNA NOCHE EN LA BASTILLA

El sufrimiento en esta vida está en proporción de las fuerzas humanas. Cuando el rey, triste y quebrantado, vio que lo conducían a un calabozo de la Bastilla, lo primero que se
figuró fue que la muerte venía a ser como un sueño con sueños, que la cama se había hundido, que tras el
hundimiento de la cama había sobrevenido la muerte, y que, prosiguiendo su sueño, Luis XIV, difunto, so-
ñaba que le destronaban, le encarcelaban y le insultaban, a él, poco hacía tan poderoso.
--¿Es eso a lo que apellidan la eternidad, el infierno? --murmuró Luis XIV en el instante en que se cerró
la puerta del calabozo, empujada por Baisemeaux.
El rey ni siquiera miró en torno de sí sino que, arrimado a una de las paredes del calabozo, se entregó a la
terrible suposición de su muerte, cerrando los ojos para no ver algo todavía más terrible.
--Pero ¿cómo he muerto? --decía entre sí. --¿Habrán hecho bajar artificiosamente mi cama? Pero no,
yo no recuerdo haber recibido confusión alguna, ningún choque... Más bien me habrán envenenado, durante
la cena o con el humo de las velas, como a Juana de Albret, mi bisabuela.
De repente el frío del calabozo envolvió como en un manto de hielo a Luis, que prosiguió:


 

 
 

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